Una foto y un hijo.


A Carlos Alberto.


Siempre me sorprendo a mi mismo repasando el ayer, los momentos felices y los que no,en una especie de evaluación perpetua que sólo encaja porque tengo 62 años y los ojos, la piel, ven y sienten de una manera diferente. Sin embargo, siempre he sido así, lo siento. De niño, especialmente luego que falleciera mi padre, pensaba en el futuro de una forma singular. Me gustaba encontrar un rincón, o una calle, y me decía: “cuando tenga 45 años, me pararé en este mismo sitio y recordaré este momento”. Tal vez pueda pensarse que no es posible que un pequeño de 11 ó 12 años se viera a sí mismo proyectado en las décadas por venir, pero ese era yo. Aún más asombroso es el hecho de que puedo recordar aún ciertos sitios asociados a esos episodios de visiones supra temporales. Pensé tantas cosas, y tantas se desvanecieron en el camino. Soñé, soñé mucho, pero por más que elaborara caminos de realización y fantasía, no pude imaginar, ni cercanamente, qué tragedias me esperaban, tan pronto y qué maravillas marcarían mi destino.


Cuando repaso mi vida, me sacude una y otra vez la perplejidad de ser padre, de tener dos hijos que son frutos del amor, que perdura en las huellas que dejan incontables momentos, miradas, risas, llantos, silencios, complicidad.


Era el final de 1983. Viajamos a Caracas a respirar el aire de nuestra ciudad amada, ver a la familia, los amigos, reír y soñar. Queríamos dejar atrás el estrés del trabajo en Puerto Ordaz, y seguir los consejos de la doctora que atendía a Morella para ver si podíamos crear un ser, una vida, con nuestro polvo de estrellas. Idas y venidas, tomas de temperatura, pastillas, intento tras intento y nada, no había embarazo. “Descansa Morella – no pienses más en ello y volveremos al tratamiento el próximo año”.


Le tomamos la palabra y ese, entonces, era nuestro plan en Caracas. Nos quedamos en el apartamento de nuestra amiga Isabel, en Parque Central, un lugar que también fue nuestro terruño por algún tiempo. Comimos helados, hallacas, pan de jamón, fuimos al cine, caminamos por Chacao y Sabana Grande, tal vez fuimos al Ávila, bebimos, bailamos e hicimos el amor. Y tomé fotografías … con mi cámara soviética, Zenit – que aún conservo -. Un día, al levantarnos de la cama, frente al espejo del baño, la vi, hermosa, sensual, profunda, eterna. Busqué la cámara y le dije que se dejara llevar. La capturé así. Entonces no sabíamos que dentro de ella estaba pulsando el corazón de Carlos Alberto.


La buena nueva nos llegó unos días después, cuando quisimos corroborar qué pasaba con el cuerpo y el hambre de Morella.


Cuando repaso mi vida y revisito esos momentos me siento afortunado. Tuve y he tenido amor y mis hijos me han llenado de felicidad profunda.


Ya no está mi Caracas, he perdido viejos amigos y una amiga irreemplazable, varios hermanos partieron para siempre. Hay muchos sueños rotos cuyos cristales astillados hieren mi alma, pero en el repaso de lo que hemos transitado juntos, el éxito lo mido por el amor y sus frutos. Hoy, que Carlos Alberto cumple años escribo estas líneas como un homenaje a él, nuestro primer hijo, nuestro orgullo, puro amor. Y aquí expongo la foto, que espero que quede por muchas décadas como un testimonio de lo que fuimos y lo que seríamos.

Un comentario

  1. Gracias, pá. Por tus palabras, por compartir de esa manera tan sentida y personal parte de tu historia, de nuestra historia. Y por brindarme el privilegio de un papá (y una mamá) tan, tan especiales. Bella mamá en la foto.

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