Son las diez

Estoy llegando a casa. Son la diez de la noche y estoy extenuado, es la verdad. He caminado sin parar durante casi 9 horas. Sin dinero, con el auto – nuevamente – dañado y abandonado en un punto entre el lugar donde vivimos y el horizonte cercano; sin recursos para reparaciones ni amigos en las inmediaciones. Salí a la 1 de la tarde, a ver si colocando una batería nueva el auto respondía. Usé los únicos dolarillos que quedaban y tomé un autobus hasta Walmart, la única cosa en los alrededores. Cargué la batería pasándola de una mano a la otra y a la otra y a la otra. Tomé otro autobus, y luego otro, hasta llegar al destino. Probé el nuevo repuesto: ¡nada! auto muerto, y como yo sé de mecánica tanto como un topo de astronomía, me quedé viendo la camioneta sin saber si reír o llorar.

Tomé otro autobús, ya eran las cinco, y esperé a Morella en la estación hasta que dieron las seis. Nos dividimos las llaves y cada cual tomó un autobús, con rumbos diferentes, a las dos entidades en las que limpiamos las inmundicias primermundistas. Pocetas, lavamanos, escritorios, alfombras, restos de pizza, café, “coke”, tostitos, cajas remanentes de regalos de San Valentín. Luego un coletazo al piso y al final, deshacerse de la basura depositada en los basureros exteriores y colocar bolsas nuevas.
A las 8:30 terminé y comencé el procedimiento de retorno. En el camino me dije a mi mismo que sabía cómo mi vida había llegado hasta aquí. Vinimos sin un centavo, no formamos parte de los venezolanos que amasaron algo en la Cuarta República o que cultivan dólares con la Quinta. Tampoco llevamos una vida normal, ni tuvimos propiedades. Lo dimos todo, incluso las energías. Ambos seguimos soñando con hacer “algún día” algo cercano a nuestros sueños: literarura, computación, enseñanza. Tal vez no se pueda y eso me atemoriza. Tal vez sea muy tarde y pasen de la diez.

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