Momentos, únicos, irrepetibles
Alguien, alguna vez, dijo que había que vivir cada día como si fuera el último de nuestras vidas. Aunque la frase, un poco trillada y manoseada, es bonita, es un decir, una forma de expresar nuestros deseos de vivir intensamente y no dejar pasar los momentos, las oportunidades, las ocasiones para hablar y hacer. La rutina, esa amiga fiel de la adaptación, se encarga de ahogar cada día en un eterno retorno, fastidioso, repetitivo. En cierta forma, pienso, esto da a los seres humanos cierta “seguridad”. El Sol sale y se oculta básicamente igual. Al día prosigue la noche, las olas vienen y van. Nuestros hermanos, madre o padre están ahí, en la vida cotidiana … Pero todos los días, cada hora, minuto y segundo, las cosas son diferentes. Cada momento es único, irrepetible, trágico o maravilloso. Nuestro almacén de datos, el cerebro, guarda celosamente aquellos que destacan por algo y los llamamos “recuerdos”. Quienes recurrimos a ellos de vez en cuando, poseemos la habilidad de sonreír o llorar ante esas huellas del paso del tiempo, ante esos momentos registrados. Aunque todos tenemos esa capacidad, me temo que la supresión cada vez mayor del auto-encuentro, de la conversación íntima con nuestros propios pensamientos, es la protagonista principal de una parte de las vidas de la humanidad actual.
Los espacios propios, las ocasiones para estar con nosotros mismos, sin nadie más, se achican, se angostan, mientras el aluvión de ruido, teléfonos celulares, interconexión, estrés, invade cada rincón, aquellos que le permitimos.
Felices, marido y mujer son “uno solo”, algo que siempre me ha parecido horrible. Las horas y las salidas son controladas, camino a casa, camino a cualquier parte.
Me pregunto, cuántos momentos únicos se han perdido para siempre en el continuo parloteo universal.
Esta mañana he despertado conmovido. Anoche estuve revisando fotos viejas. Mi sobrino Carlos Alberto, una joven amiga y mi hijo José preguntaban, reían, y curioseaban entre aquellas imágenes de 40, 30 y 20 años atrás. Volví a verme, en aquella navidad de los años 60, con una cara plena de felicidad, conduciendo mi gran Jeep de pedales, al que casi puedo oler y cuyo color verde mate puedo ver al cerrar los ojos; mi hermano Rafael está alegre, mirándome, todavía con su pijama. Volví a ver a mi padre, quién sólo unos pocos años más tarde moriría y mi familia jamás, jamás, volvería a ser la misma, ni mi infancia. Observé a mi gata, “Gatuvela” a la que dejé en manos de mi ex-esposa para que no sufriera los embates de las mudanzas que Morella y yo protagonizaríamos. Vi a Carlos Alberto, mi hijo mayor, hace casi 22 años, un bebé gordo y bello y a José Enrique, sonriente siempre, fantaseando cada minuto. Alejandra y Carlos Alberto, dos de mis sobrinos, pequeños, vivaces, maravillosos. Y allí estaba Morella. ¡Qué bella! Cómo describir lo que sentí. Pasaron por mi mente mil momentos, su sonrisa, su profundo amor, su piel, sus labios, su energía, su entrega. Me siento culpable de haber desperdiciado tantas ocasiones. De no haber vivido esos instantes como si fueran los últimos de nuestras vidas.
Anoche soñé con los recuerdos. Vinieron mis padres y mis hermanos muertos. Mi infancia y Morella. He querido escribir, impulsado por la necesidad de contar esto que conmovió mi sueño.