Volver a Crosby.

Suelo revisitarme a menudo. La nostalgia vive en mi piel como una capa que subyace, colindando con las venas, con la sangre, con las entrañas. Mis reencuentros son generalmente dramáticos y generalmente únicos en su esencia: son míos y para mí, no hay espacio para el presente y menos aún para el futuro. Son viajes en el tiempo y mis agujeros de gusano, esos que me permiten saltar el espacio-tiempo y tocar mi adolescencia o mi niñez pueden ser un olor, una sonrisa, una fotografía, una melodía y alguien que haya dejado su huella imborrable en los surcos de mis dolores, ilusiones, amores y sueños.
Facebook y la socialización digital son la antítesis de eso. En no pocas ocasiones derrumba muros de amor, corta a hachazos la hiedra del tejido de historias y vivencias, para servir en un plato vulgar, chismoso y banal lo que tuvo gracia, pasión, dolor y amor.
En no pocas ocasiones, lo confieso, la tragedia de la especie humana me persigue en forma de depresión, y debo remontar la cuesta cada día, queriendo creer en Asimov, en Sagan, en Star Trek y Spock, en El Mago de Oz y Robinson Crusoe, en Michael Ende y Momo y la Historia sin fin, en las pinturas de Van Gogh, en la justicia simple de las aventuras de caballería y en un Edmundo Dantés disfrazado de Conde, para vengar con su poder la impunidad de los malos y redimir el dolor.
Pero cada día la oscuridad se recrea, la nada sigue avanzando invadiéndolo todo y hasta algunos de nuestros viejos hermanos son arrollados por ella, para disipar todo vestigio de la humanidad que reconocimos alguna vez y desbarrancan al borde del abismo y de la barbarie.
En uno de esos días sin contornos, con patéticas figuras de espanto, vino a tocar David Crosby al Lincoln Center, en un concierto gratuito, para cerrar la temporada de espectáculos del verano nuevayorquino.
Había sido una semana dura, de mudanza, entre los estrechos espacios de vivienda en la ciudad, intentando ganar un pedazo más de cocina, tal vez un ambiente para una sala y hacer acojedora nuestra nueva cueva.

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Una foto y un hijo.


A Carlos Alberto.


Siempre me sorprendo a mi mismo repasando el ayer, los momentos felices y los que no,en una especie de evaluación perpetua que sólo encaja porque tengo 62 años y los ojos, la piel, ven y sienten de una manera diferente. Sin embargo, siempre he sido así, lo siento. De niño, especialmente luego que falleciera mi padre, pensaba en el futuro de una forma singular. Me gustaba encontrar un rincón, o una calle, y me decía: “cuando tenga 45 años, me pararé en este mismo sitio y recordaré este momento”. Tal vez pueda pensarse que no es posible que un pequeño de 11 ó 12 años se viera a sí mismo proyectado en las décadas por venir, pero ese era yo. Aún más asombroso es el hecho de que puedo recordar aún ciertos sitios asociados a esos episodios de visiones supra temporales. Pensé tantas cosas, y tantas se desvanecieron en el camino. Soñé, soñé mucho, pero por más que elaborara caminos de realización y fantasía, no pude imaginar, ni cercanamente, qué tragedias me esperaban, tan pronto y qué maravillas marcarían mi destino.


Cuando repaso mi vida, me sacude una y otra vez la perplejidad de ser padre, de tener dos hijos que son frutos del amor, que perdura en las huellas que dejan incontables momentos, miradas, risas, llantos, silencios, complicidad.


Era el final de 1983. Viajamos a Caracas a respirar el aire de nuestra ciudad amada, ver a la familia, los amigos, reír y soñar. Queríamos dejar atrás el estrés del trabajo en Puerto Ordaz, y seguir los consejos de la doctora que atendía a Morella para ver si podíamos crear un ser, una vida, con nuestro polvo de estrellas. Idas y venidas, tomas de temperatura, pastillas, intento tras intento y nada, no había embarazo. “Descansa Morella – no pienses más en ello y volveremos al tratamiento el próximo año”.


Le tomamos la palabra y ese, entonces, era nuestro plan en Caracas. Nos quedamos en el apartamento de nuestra amiga Isabel, en Parque Central, un lugar que también fue nuestro terruño por algún tiempo. Comimos helados, hallacas, pan de jamón, fuimos al cine, caminamos por Chacao y Sabana Grande, tal vez fuimos al Ávila, bebimos, bailamos e hicimos el amor. Y tomé fotografías … con mi cámara soviética, Zenit – que aún conservo -. Un día, al levantarnos de la cama, frente al espejo del baño, la vi, hermosa, sensual, profunda, eterna. Busqué la cámara y le dije que se dejara llevar. La capturé así. Entonces no sabíamos que dentro de ella estaba pulsando el corazón de Carlos Alberto.


La buena nueva nos llegó unos días después, cuando quisimos corroborar qué pasaba con el cuerpo y el hambre de Morella.


Cuando repaso mi vida y revisito esos momentos me siento afortunado. Tuve y he tenido amor y mis hijos me han llenado de felicidad profunda.


Ya no está mi Caracas, he perdido viejos amigos y una amiga irreemplazable, varios hermanos partieron para siempre. Hay muchos sueños rotos cuyos cristales astillados hieren mi alma, pero en el repaso de lo que hemos transitado juntos, el éxito lo mido por el amor y sus frutos. Hoy, que Carlos Alberto cumple años escribo estas líneas como un homenaje a él, nuestro primer hijo, nuestro orgullo, puro amor. Y aquí expongo la foto, que espero que quede por muchas décadas como un testimonio de lo que fuimos y lo que seríamos.

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38 años, el amor en el tiempo.

Una tarde, una noche, un día cualquiera, casi al unísono, como protagonizando un guión de un romance evidente y diferente, decidimos que probaríamos. Le daríamos un chance al amor, a ver qué pasaba. Sabíamos que sería difícil y en muchos aspectos los dados estaban cargados en contra nuestra. Pero nuestras caminatas agarrados de manos en Chacao, nuestras risas juntos en el cine, las miradas profundas en la sobremesa, los sueños con la humanidad libre, el respeto por nuestros amores, tropiezos y caídas, las noches interminables haciendo el amor apasionadamente, en una cama encendida, conociéndonos la piel, palmo a palmo, beso a beso, nos brindaron la confianza del intento.

Aquel 18 de enero de 1979 Morella y yo decidimos casarnos no por el civil, no por la iglesia, sino por el amor. Vamos a ver – nos dijimos – y emprendimos la aventura. Nos fuimos a vivir juntos a una buhardilla en Colinas de Bello Monte, aquel fantástico agujero con el Ávila como testigo, con mis plantas y mi gata, con ocasos rosa-azules y noches de Piazzola o Weather Report.

Allí estás Morella, en la foto, en aquella mini casita, con tu sonrisa – de siempre  - y tu belleza. Heme aquí, sentado en una habitación en Brooklyn, enfrentando nuestro nuevo proyecto, por el cual tienes más energías que yo, más sabiduría y más anhelos.

Miro nuestro camino y veo un abismo, porque hemos escalado el Everest. Cima tras cima, con caídas y peligros, tormentas y sublimes amaneceres. Vamos a ver – dijimos – y en eso pasaron 38 años.
Somos el amor en el tiempo. Somos la prueba viviente de que es posible. Tenemos el privilegio de habernos encontrado y de haber probado “a ver qué pasaba”, de arriesgar y amar, amar y arriesgar. Tenemos a Carlos y José.

No sé cuántas oportunidades nos dará el futuro, pero en lo que sea que quede, por esa pasión y complicidad que nos une, por cada palmo de tu hermosa piel, por cada hijo, por cada beso y cada risa, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, te amo…

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2 de enero: Hace 103 años nació la actriz venezolana, Ana Teresa Guinand

El mundo de 1914 dibujaba un panorama muy diferente a los ensueños de un siglo promisorio para la humanidad. La Primera Guerra Mundial bañaba en sangre los campos de Europa. Era apenas el primer ensayo de una conflagración aún más sangrienta que estallaría poco tiempo después. En otras latitudes, algunas de las jóvenes repúblicas americanas se abrían paso en una selva de luchas internas, caudillismo, montoneras y presagios de guerra civil.

Venezuela aún no conocía la maldición del petróleo, pero ya sufría del embate de los caciques de la política, la lucha de facciones y regiones y las dictaduras de Cipriano Castro hasta 1908 y luego de Juan Vicente Gómez. Bajó el régimen de este último se desarrolló una capa intelectual pro-democrática que sufriría en no pocas ocasiones la represión por sus palabras e irreverencia. Esa capa nutrió el desarrollo del teatro, el surgimiento del cine, el nacimiento de la radio venezolana, al calor del uso del sainete, el costumbrismo, el humorismo en las letras, el teatro y el dibujo. Leoncio Martínez, Job Pim, Rafael Guinand, Edgar Angola, entre otros, fueron los protagonistas del despertar de esa Venezuela de las letras, de la crítica, el ingenio industrial o la poesía.

Ana Teresa Guinand, hija de Rafael Guinand, el escritor de sainetes por excelencia y uno de los humoristas más grandes de la Venezuela que ingresaba al siglo XX, nació un dos de enero de 1914. Creció en la Caracas de los techos rojos y de la eterna primavera. Su madre Carmen Ojeda no llegó a casarse con Rafael, quien contraería nupcias muchos años después con una actriz de teatro de quien estaba profundamente enamorado, cuando ésta se encontraba en trance de muerte.

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Para José, de mamá.

En tu día, hijo, tu mami quiere verte ya, adelantar las horas para abrazarte y decir de nuevo “Feliz cumpleaños”.  Llenas mi ser de orgullo. Siempre amoroso y humilde. Siempre soñador, forjador de ilusiones. Pasaron tus primeros años, entre sonrisa y saltos de Spiderman, construcciones de naves y mundos futuros en papel. Tocabas los instrumentos musicales aunque fueran de juguete y bailabas para todos, espontáneo y diestro, siempre sin pena. Tu mudanza a otro país te hizo fuerte.  No has temido saltar ningún obstáculo, ni subir montañas en la persecución de tus metas.

Una podría decir que eres el fruto de tus padres y el ejemplo de tu hermano, pero también eres en gran medida tú mismo, hechura de tu determinación. Las preguntas que me he hecho  y me he seguido haciendo acerca de tu hermano: “¿Cuándo aprendió eso y quién se lo enseñó? ¿Leía otras fuentes de noche mientras nosotros dormíamos?”…  van a la par de otras preguntas que la vida me pone en la cara así de sopetón respecto a ti: “Cómo hace para lograr lo que parece inalcanzable? De dónde sacó tanta fortaleza y talento para persistir? ¿Cómo pudo lograr todo eso solo?” Y una de tantas buenas preguntas me deja en el abismo de mi propia naturaleza y la de tu padre: la profundidad, oceánica, a la que tú y Carlos pueden llegar y nadar en ella, sin miedo a sentir y a ponerse en la piel de los otros.

Estoy muy orgullosa de ti, hijo. Y en éste, tu día, celebro diciéndotelo.

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Para José Enrique, en su cumpleaños

Ser padre ha sido para mí, una de las aventuras más formidables y maravillosas. Ha sido un largo y cambiante camino, lleno de ilusiones, temores, amor, retos, alegrías, enseñanzas, y la síntesis de todo es la felicdad, el disfrute de haber vivido intensamente cada occasion, cada pregunta, cada novedad, cada llanto, cada juego.

Hoy cumple años uno de mis dos orgullos, el “pequeño” José Enrique, al que le encantaba el “plátino” y fue creciendo rodeado de legos, muñecos, cuentos, superhéroes, fantasías y sueños. Su cara era una sonrisa eterna y en su mirada siempre avizoraba un futuro fantástico de cimas por conquistar. Cuántas alegrías hay en cada uno de los días vividos junto a él. Cómo me emociona recordar las idas a la cama, leyendo algún cuento, tal vez “Rosa blanca y Rosa bermeja”, o “El sastrecillo valiente”. Cuántas sonrisas delataron mi satisfacción cuando venía con sus dibujos o proyectos de naves espaciales.

Recuerdo, junto a mi amada Morella, las ocasiones en que lo cargaba para bailar “Kiss that frog”. Peter Gabriel retumbaba en las paredes de casa, “Jump in the water, c’mon baby jump in with me” y José, reía encantado, vibrando al ritmo de la música.

Así fue creciendo y nosotros con él, aprendiendo a ser justo, a proteger a los débiles, a amar y ser buena persona, a odiar la opresión y la violencia y a pensar críticamente. Ha luchado por sus sueños y ha enfrentado obstáculos, como todos, pero ha persistido en la búsqueda de aquello que lo apasione. Su amor a la música (como sus dos abuelos) le ha llevado lejos. Hoy es un músico, un muy buen músico. Maravilloso hijo y hermano de su hermano, felicidad de nuestras vidas, junto a Carlos Alberto. Hoy, en este cumpleaños, te reafirmo una vez más que te quiero y estoy orgulloso de ti José Enrique.

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