Al final, sin ver nada
El calor era agobiante. Casi 33º centígrados o 90º fahrenheit, a los que no me acabo de acostumbrar (soy loro viejo). Morella y yo salimos a nuestra faena, arrancando el atardecer, soleado y húmedo. Limpiamos, recogimos inmundicias, pasamos trapo a los pisos. Estaba pendiente de mirar al cielo para ver al menos a Saturno y Marte, pero al salir del local el Sol brillaba, con esa luz de verano naranja en un cielo opaco. Seguimos al otro lugar, a erradicar las basuras primer mundistas. Los empleados tienen la rara conducta de respetar estrictamente la división de tareas, por ello, jamás asumen sus desperdicios y tal vez con el pensamiento de esto no es mi trabajo desparraman los restos del día en cualquier lugar y con cierto desdén. Los sanitarios y la cocina son, quizás, donde liberan más auténticamente su escaso apego al sentido común y donde también se evidencia la distorsión de años de abundancia y derroche: platos inmundos que para no ser lavados (es la única tarea que no hacemos nosotros) son arrojados a la basura, para luego comprar una nueva vajilla. Comida chatarra que inunda las mesas o los cestos de basura y el piso que las rodea. Los sanitarios, no les cuento, porque quedaría muy fea la bitácora.
Terminamos. Les volvimos a transformar en escritorios amigables, cocina y baños dignificados y de vuelta a la calle. Llego la noche, a eso de las 9:00. Sólo se mostraba la Luna, creciente y solitaria. El cielo, sucio de luz citadina, dominó a las estrellas y ni rastros de la alineación. Me quedan las imágenes simuladas en el computador.